Un compromiso arrestado

Papas chips, longaniza, aceitunas, quesos de todos los colores y sabores, gaseosas, lo que quedaba en el termo del mate de la mañana. La mesa en Costa Azul estaba llena mientras el asado comenzaba a cocinarse.

Teto iba cebando mate y pasándolo en dirección de las agujas del reloj. Samuel, con su paladar dominicano, probaba aquel amargo y caliente trago mientras charlaba con el resto. Toto prendía el fuego con ayuda de Tato. Tití y Caro preparaban las ensaladas en la mesada junto a la parrilla. Con Carmela, poníamos la mesa y procurábamos que ningún niño rompiera, mientras corrían por todos lados, alguna reliquia de la abuela.

El asado ya estaba listo y nos sentamos a disfrutar del banquete. Estábamos todos reunidos festejando mi compromiso con Samuel, por lo que, mientras comíamos, decidimos brindar por el evento.

Vaso en la mano, brazo alzado, piernas semiflexionadas, cuerpos medio parados, medio sentados, nuestras bocas esbozando sonrisas y a punto de decir algunas palabras, cuando escuchamos a las niñas susurrando algo con cierta picardía.

—Tato, Tití, cuando ustedes se comprometieron hace como mil años, ¿se dieron un beso? —exclamó Josefina.


La abuela Celia, abuela paterna de Beatriz, había comprado los anillos y se los había entregado a su nieta. Esta última ya había conversado con su futuro marido sobre la fecha del compromiso.

Tenían todo arreglado: él saldría de la EMA un sábado, la pasaría a buscar por su casa, irían a caminar y se comprometerían. Desde ese día, comenzarían a usar las alianzas. Luego, cuando los ahorros lo permitieran, fijarían la fecha para el casamiento oficial.

—En el 73, el ambiente fuera de la escuela estaba feo, así que veníamos haciendo más guardias de lo normal —empezó contando José.

En 1973, Uruguay vivía un momento histórico único, lleno de tensión, con un golpe de Estado cívico-militar a la vuelta de la esquina.

Esa semana le tocó realizar varias guardias seguidas, por lo que durmió menos de lo habitual. Su cansancio físico era notable e inaguantable. Parado en el rondín, con su uniforme impecable, la carabina al hombro e iluminado solamente por la luz de la luna, pestañeó.

—No me acuerdo cuántos minutos estuve con los ojos cerrados. Quizá dos segundos, dos minutos o dos horas.

El oficial de guardia, encargado de hacer el recorrido por los rondines y vigilar que cada cadete estuviera en su puesto cumpliendo con su tarea, notó que José no estaba efectuando correctamente la suya.

Arresto a rigor por falta grave: 30 días sin salir de la escuela ni recibir visitas.

Con el cuerpo tenso, las manos sudadas, la mandíbula apretada y mil escenarios en la cabeza, José no sabía cómo explicarle a su futura comprometida que no iba a poder salir de la EMA porque se había dormido en la guardia.

Si aquel día el cansancio lo había hecho incumplir con su deber, ahora ya no lograba aflojar su cuerpo.

—Había fallado. Ese era el único fin de semana en el que debía salir por algo importante.

Determinado a mantener su palabra, utilizó su estrategia de buen estudiante. Esa semana había tenido buenas notas en las asignaturas correspondientes y, con esa carta bajo el brazo, decidió hablar con el oficial a cargo.

Tras pedir las disculpas correspondientes, le explicó que quería solicitar una autorización especial para salir ese sábado y así cumplir con su ceremonia de compromiso.

Sin recibir respuesta alguna de su superior, se marchó del despacho con la mirada baja, la garganta hecha un nudo y el corazón en pausa.


El sábado de mañana se despertó y, como cualquier otro día, completaron la instrucción militar y se alistaron. Llegó el mediodía y todos se encontraban listos para salir rumbo al reencuentro con sus familias.

A pocos minutos de que sus compañeros se marcharan y José se quedara con el alma vacía, buscando formas de explicarle a su novia cómo había cometido tal falta, se le acercó un oficial.

Utilizando frases cortas y marcando la excepcionalidad del asunto, le anunció que podría salir ahí mismo, pero debía volver al otro día a primera hora.

No había quién le quitara la sonrisa de la cara ni le calmara los latidos que bombeaban rápidamente su sangre por las venas.

José se alistó de inmediato, tomó el 7E1, esperó sentado dos horas y llegó a Montevideo sin que nadie supiera lo acontecido.

—Beatriz no se enteró de todo esto hasta que yo llegué a su casa.

La ceremonia fue entre ellos dos: se vistieron con sus mejores pilchas y salieron a caminar por la rambla.

En el camino, pararon a tomar un helado y ahí mismo, en la heladería, sin más, Beatriz sacó los anillos de su cartera.

Mirándose a los ojos, con ese dolor de panza de cuando las emociones alborotan todo el cuerpo, se intercambiaron las alianzas y confirmaron que querían casarse.

Lo que no sabía Beatriz era que no volvería a ver a su, ya entonces comprometido, por 30 días.


—Salud. Por los futuros esposos. Y porque se casen acá en Uruguay. Y por los futuros nietos.

Entre chistes y risas, chocamos los vasos, bajamos los brazos, relajamos las piernas y nos volvimos a sentar.

Así, los 14 juntos disfrutamos de aquel encuentro entre chinchulines, mollejas, churrascos, morrones rellenos, papas y boniatos, morcillas y demás. 

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