The Rooster
El chico había pasado toda la mañana del domingo en ese restorán. Al mediodía ya caminaba apoyando sus manos sobre las mesas en el intento de sostener su delgadez. El espacio era minúsculo y la bebida estaba en descuento: canilla libre de sangría, gin & tonic y bloody mary.
Shanghái tiene calles que enamoran, de esas que me recuerdan rincones de mi tierra lejana. Las copas de los árboles se conectan formando túneles verdosos, amarillos o pelados, dependiendo de la época. Hay espacios donde transitan miles de personas a diario, pero la energía me transporta a cualquier barrio de Montevideo. Aquel día, en aquel pequeño restorán, la emoción de la comida, los tragos y las callecitas recorría cada parte de mi cuerpo. La rebeldía controlada nos inundaba, y nos sentamos en la vereda a degustar cada cóctel. Éramos las únicas cinco extranjeras sentadas afuera. Podíamos ver entrar y salir parejas, amigos, lo que parecían primeras citas, fumadores, acompañantes, de todo.
—Contame de Uruguay. Sé muy poco sobre Sudamérica —me dijo Carla sin preámbulos.
Le conté que Uruguay es un país pequeño, no en cuanto a territorio, sino porque somos tan solo 3.5 millones de habitantes, y nos sentimos muy orgullosos de ese medio millón que hemos añadido en los últimos años. Tenemos 12 millones de vacas, cuatro por persona; si un día ellas deciden rebelarse, perdemos los humanos. También le hablé del fútbol, del primer Mundial hecho en Montevideo en 1930, de la pasión charrúa y de Suárez.
—Stay here! —le gritó un muchacho al que se bamboleaba mientras salía del restorán.
Todas nos dimos vuelta y vimos cómo lo recostaban sobre la ventana. Intenté retomar la conversación y continué hablando. Le expliqué a Carla que, tras la conquista europea, no tenemos nativos en nuestras tierras. Le hablé de los inmigrantes de 1900; que mi abuelo era italiano, mi abuela argentina y mi bisabuela holandesa. Añoré el sabor del dulce de leche mientras le describía nuestros manjares y mejores platos.
—¡Wow! Se cae. ¡Miren! ¡Se va a hacer bosta! —exclamó una de nuestras amigas mientras, en cámara lenta, veíamos cómo el joven perdía el equilibrio y su cuerpo, ya inerte, caía al suelo.
Todas nos quedamos observando la escena: el borracho que aterrizaba bruscamente en el cemento y dos amigos que iban al rescate. Uno de ellos le quitó el teléfono del bolsillo y se lo guardó. Por unos segundos lo dejaron reposar mientras conversaban.
—Deben estar decidiendo si se lo llevan a la casa o lo dejan ahí —supuso una, intentando rellenar los huecos de la historia que teníamos delante de nuestros ojos.
La puerta del restorán seguía abriéndose y cerrándose; nadie reparaba en el cadáver que se encontraba al costado de la entrada. Con pequeños movimientos de sus extremidades, comenzó a reaccionar. Primero las manos, luego el brazo. Volvió a su estado inmóvil.
—Háblame de tu familia —me dijo Carla en su afán de seguir conociéndome y en busca de ignorar el bochorno que teníamos al costado.
Le expliqué que soy la menor de dos hermanos que me llevan 10 y 13 años. Tengo seis sobrinos. Hay muchos perros en la familia. Entre sonrisas, le conté el significado de Vilardini y ella me escuchó atentamente. De tanto en tanto, me hacía alguna pregunta corta o seguía mi monólogo con un “ah”, “oh”, “ajá”.
Mientras tanto, el cuerpo tirado retomó el movimiento. Sus piernas parecían revivir y su cara, aún pegada al suelo, comenzaba a cambiar de color. Ya no era aquel blanco verdoso que delataba su estado etílico.
Tomó fuerza desde su interior e intentó ponerse de costado. En ese instante en el que la esperanza resurgía en todos los que observábamos, el joven comenzó a eliminar todo tipo de líquidos y sólidos de su boca.
Estos caían sobre la vereda, recorriendo los surcos de las baldosas en chorro. Su cabeza, sus manos y su ropa se empezaban a enchastrar con aquella sustancia que se mezclaba con los residuos de la peatonal pública.
Él, inmóvil.
Nuevamente perdíamos la esperanza.
Sus amigos lo escoltaban mientras dejaban que culminara aquel proceso que, evidentemente, su cuerpo tanto necesitaba.
—Se está muriendo —dijo Carla, irritada—. Contame de tus padres, ¿qué hacen en Uruguay? —elevó la voz, suspiró y le dio la espalda a los muchachos.
Miré al chico con lástima y asco, y retomé la conversación.
—Mi mamá es enfermera y mi papá... mi papá es aviador. Es aviador militar.
Respondí con un intento de seguridad.
—¿Tu padre es militar de la Fuerza Aérea? ¡Pero qué orgullo! ¡Qué honor debes de sentir! ¡Imagino que estás muy orgullosa de tu papá! En Norteamérica honramos mucho a los militares, son los que cuidan de la patria.
Su euforia me dejó muda.
Quité la mirada de los ojos de Carla y observé cómo los amigos del borracho lo levantaban del piso. Su ropa, su cabello, su ser estaban llenos de sustancias indescriptibles. Intentaron limpiarlo y desistieron.
Sin hablarlo, todos entendimos que ya no tenía nada más en sus intestinos para eliminar y que era hora de irse a su casa.
Sosteniéndolo de cada brazo, sus amigos lo subieron a un taxi, abrieron las ventanillas y vimos el vehículo marcharse a lo lejos.
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