Primer semana en la EMA
1 de febrero de 1971
Presentación
5:30 am, 7E1 de COPSA. En su bolso llevaba championes talle 43, los mismos con los que había entrenado durante el último año, equipo de gimnasia, ropa interior, pijama de verano (con pantalón corto o bermuda) y de invierno, toallas, peine, útiles de higiene, cuaderno, lápiz y goma. Cada ítem (excepto el jabón) debía estar correctamente identificado: Asp. J. Vilardo 318 (18 por el número de ingreso; 3, quién sabe).
7:00 am, presentación general. Les entregaron su ropa de uso militar, les asignaron dormitorios, camas, roperos y explicaron las reglas generales de comportamiento dentro de la EMA.
Todos los días debían hacer la cama de manera perfecta. Para corroborarlo, un cadete del último año recorría las habitaciones y tiraba una moneda sobre la colcha; si no rebotaba, el aspirante debía rehacer la cama hasta que quedara como una tabla de planchar. Era la primera vez que José hacía su cama; como buen joven, esa no era una tarea que debía cumplir en su casa, para eso estaba su madre.
12:00 pm, hora de comer. En el primer almuerzo les enseñaron cómo debían formarse: cómo pararse en fila, cuál era la postura militar para la formación, al caminar y al entrar al salón.
5:00 pm, quizá ya era hora de tomarse el ómnibus e irse a casa. Para volver a Montevideo tenía casi dos horas de viaje, por lo que si salía a las 5:00 pm de la EMA, llegaría casi de noche.
"¿Por qué nadie estaba recogiendo sus cosas? ¿Por qué seguimos todos acá? ¿A qué hora nos iremos?"
7:00 pm, José seguía adentro.
"En mi casa me estarán esperando. ¿Qué estarán pensando que no aparezco?"
Preocupado, no tenía forma de avisar que no volvería a dormir aquella noche, ni la siguiente, ni en toda la semana.
"Que sea lo que Dios quiera" fue su mantra para apaciguar el malestar. No le quedaba otra. No tenía acceso al teléfono: las llamadas desde Pando (donde quedaba la EMA) a Montevideo eran de larga distancia y solo podían realizarse en casos de extrema necesidad o enfermedad. Además, solo había un teléfono en la escuela, de uso exclusivamente oficial.
Con el correr de los días entendió que el régimen militar era de internado, debía quedarse a dormir allí toda la semana. Algo que quizá parecía obvio—había llevado ropa de cama, pijamas y le habían asignado una habitación—pero que, al no estar en la letra chica de la carta de bienvenida, no comprendió de inmediato.
Peluquería
Salvo quienes ya habían ido al liceo militar y tenían experiencia en aquel mundo, el resto creía que ir a la peluquería sería un mimo a la estética. Inocentes aquellos que le decían al peluquero: “sacame un poco de pelo acá, recortame allá”.
Aquel hombre sostenía una máquina letal en su mano. Comenzaba cortando arriba del jopo y terminaba cuando la cabeza quedaba completamente pelada.
"Salíamos con la cabeza rapada".
Y así, entre risas, registraban las nuevas caras de sus compañeros.
Armamento
Al tercer día les entregaron el armamento que utilizarían por los próximos cuatro años.
Aquel fusil pesaba más que un recién nacido con sobrepeso: cinco kilos al hombro cada vez que les tocaba cargar su fusil Z, checoslovaco, del año 40.
Los desfiles eran la única ocasión donde debían portar su reluciente y brillante arma. Aquel día, José tuvo su primer contacto con un fusil de tal calibre. Hasta entonces, solo había visto la escopeta de su abuelo durante las vacaciones de turismo en Sarandí del Yí.
Les enseñaron cómo mantener el armamento limpio, cómo desarmarlo y cómo guardarlo correctamente en el armero. También aprendieron a realizar el saludo militar con el fusil en mano, a marchar al compás del paso redoblado y a ejecutar a la perfección todos los movimientos para desfilar.
A los 30 días, les enseñaron a usar el arma de lujo: la Carabina M-2.
Esta se utilizaba exclusivamente para las guardias y era compartida con sus compañeros de tanda. No era un armamento pesado como el que ya tenían, pero tenía una particularidad: podía disparar en ráfaga o tiro a tiro.
Compañeros
Antes de entrar a la EMA, José solo tenía amigos del barrio y algunos compañeros del liceo, con quienes dejó de compartir muchos momentos al convertirse en pupilo. No conocía a nadie del ámbito militar y menos de su edad.
Salvo a El Flecha, con quien había coincidido en la Academia Aguirre y con quien mantendría su amistad hasta el final.
La primera semana les sirvió para conocerse, ver quién era quién. La gran diferencia entre ellos era si habían ido o no al liceo militar.
—Los que sí, eran los vivos, los que se la sabían todas. Estaban entrenados para limpiar sus fusiles, organizar el ropero y destacarse en las actividades físicas —comenta José con jocosidad, como si al recordar aquellos momentos notara que esas diferencias, con el correr de 50 años, no eran tan importantes.
También los formaban por altura.
Esto significaba que si eras alto, como José, no interactuarías en todo el día con los más bajos, salvo (y con suerte) en el salón de clase. Además, dormirías en el mismo dormitorio que aquellos de tu misma altura.
De 8:30 pm a 9:00 pm podían ir a lo que, sin razón alguna, llamaban El Casino. Allí veían televisión, tomaban Coca-Cola y comían alfajores.
Además del Casino (siempre que no estuvieran arrestados por, por ejemplo, marchar mal), el recreo, el almuerzo y la cena eran los únicos momentos de charla.
La actividad social era limitada, pero la convivencia los unía. Compartían las mismas experiencias, las mismas emociones, frustraciones y pensamientos. Eso los hacía buenos compañeros.
Placard
Ni el método Marie Kondo era lo suficientemente ordenado para el cadete que inspeccionaba las habitaciones.
El último día de la semana lo usaron para aprender cómo debían organizar la ropa en el armario:
- Primer estante: ropa blanca, toalla, sábanas.
- Segundo estante: ropa deportiva sin usar.
- Tercer estante: útiles de higiene.
- Cuarto estante: libros.
- Quinto estante: zapatos.
- Al fondo: una bolsa con ropa sucia.
Cada semana, un encargado reunía la ropa usada de todos y la llevaba a la lavandería. José, en cambio, se la llevaba a casa los sábados y el domingo regresaba con todo planchado.
Todas las noches la rutina era la misma: higienizarse y dejar la ropa ordenada en la silla para el día siguiente. Tras ponerse el pijama, ya no podían hacer ruido alguno. Si alguien se equivocaba, corría riesgo de recibir una sanción.
Regreso a casa
Tras la instrucción militar, el baño, el cambio de ropa y la pasada de revista —camisa limpia, pantalón planchado y zapatos lustrados—, a la 1:00 pm salían rumbo a sus casas.
A las 3:00 pm, José llegaba a su hogar, donde dormiría una noche antes de partir de nuevo al día siguiente.
Era su primer regreso tras desaparecer por una semana.
—¿Dónde estuviste? ¿Qué estabas haciendo? ¿Qué te pasó? —su madre lo bombardeó con preguntas, no precisamente en un tono amistoso.
Pero él solo podía hablar con entusiasmo. Estaba explorando un mundo desconocido, emocionante.
"¡Una nueva vida!"
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