Mi frasco
A veces, se me ocurren ideas espectaculares justo cuando hablo en voz alta conmigo misma, dándome esas típicas auto-conferencias reflexivas para enseñarme lo que estoy aprendiendo en esto llamado vida.
Así fue como, el otro día, se me ocurrió esta metáfora para explicar un tema complejo que nunca entendí del todo… hasta ahora (quizás): la autovaloración.
Nuestro inconsciente parece estar jugándonos una mala pasada cuando, en realidad, solo intenta ayudarnos a crecer. Es así como, en mi camino, me ha puesto personas que, de manera correctamente incorrecta, he elegido, extrayendo de ellas un gran aprendizaje.
Por eso, en el pasado, elegí compañeros que no eran adecuados para mí, adopté actitudes y pensamientos autodestructivos, y me sometí a auto-castigos que me hicieron sufrir… pero que, en definitiva, me hicieron crecer.
Consciente o no, yo no quería separarme de nadie. Era capaz de entregarlo todo por el otro, hasta quedarme vacía. Sin embargo, inconscientemente, buscaba relaciones en las que terminaba auto-boicoteándome. Y no solo hablo de relaciones de pareja, sino también de amistades, vínculos familiares e incluso académicos.
Me ha tocado separarme de personas, lugares, sentimientos, emociones, pensamientos, alegrías y tristezas muy grandes. La vida (o yo misma) me arrancó partes del corazón de manera desgarradora y reiterada. Pero, hoy, soy capaz de mirar estas pérdidas con luz y reconocer que algunas fueron necesarias para aprender lo que es el dolor, mientras que otras fueron elecciones mías para entender lo que significa sanarlo y seguir adelante.
Cuando toqué fondo y comprendí el daño que me hacía al repetir patrones de abandono una y otra vez, entendí que era hora de revertir la situación. Tenía que buscar nuevas formas de cuidarme, protegerme, respetarme y valorarme.
Decirlo suena fácil y lindo. Ponerlo en práctica… es otra historia. Enfrentarse al dolor en su forma más pura, mostrarse vulnerable, pedir ayuda, aceptar la propia fragilidad y buscar nuevas maneras de mirarse es una tarea agotadora. Pero los frutos que trae consigo son tan hermosos, que vale la pena cualquier lucha por volver a la superficie.
Y fue ahí cuando llegó una simple analogía:
Cada uno de nosotros tiene un frasquito. En él guardamos nuestros recuerdos, pensamientos, emociones, alegrías, dolores, ilusiones, sueños y experiencias. Pero lo más importante que ponemos en ese frasco es el amor.
El amor que nos dieron y nos dan.
El amor que dimos y damos.
El amor que nos brindamos a nosotros mismos.
Ahora bien, cuando nuestro frasco está vacío, nos desesperamos y se lo entregamos a otra persona para que lo llene. Pero nadie puede hacer eso por nosotros. Y lo peor es que, por lo general, terminamos entregándoselo a personas que tienen su propio frasco más vacío que el nuestro.
¡Qué dolor!
Qué dolor dar mi frasco al otro.
Qué dolor ver que no puede llenarlo.
Qué dolor que me lo devuelvan vacío, tal como lo entregué.
Y aun así, iba corriendo detrás de otra persona, con la esperanza de que, en mi mágico intento de cambiarla, me recompensara llenando mi frasco. Nunca sucedió.
Aprendí que es esencial llenar nuestro frasco con amor propio antes de compartirlo con otro. Solo así podemos disfrutarlo juntos, sin entregarlo ni pedir que nos lo llenen.
Nadie es responsable de llenar el frasco de nadie.
Qué injusto sería pedirle eso a otro. Qué egoísta.
Aprendamos a completarnos, a pasar tiempo con nosotros mismos, a mimarnos, a decirnos cosas lindas, a llorar cuando lo necesitemos, a reírnos sin motivo, a disfrutar de nuestra propia compañía.
El día en que nos entreguemos por completo a nuestro amor propio, seremos capaces de amar sin esperar nada a cambio.
Sin sufrir por dependencia.
Sin necesitar al otro desesperadamente.
Sin perdernos en el camino.
Cuando somos felices con nosotros mismos, lo somos con los demás. Desaparecen los malhumores, la rabia, los celos, la ira, el rencor, la desesperación. Todo lo que no vibra en amor y paz simplemente se disipa.
Aprende a estar solo.
Aprende a amarte.
Aprende a cuidarte.
Tu frasquito es tuyo. Nadie tiene derecho a llevárselo ni a llenarlo por ti. Nadie tiene derecho a quitártelo.
Cuídalo. Es de vidrio, se puede romper y, si eso sucede, nunca volverá a ser el mismo.
Quédate con tu tarro, llénalo y mímalo. Es tuyo. Compártelo con aquellos que vengan con el suyo lleno, sin importar el ritmo con el que lo llenen, pero que no te lo entreguen esperando que lo completes.
Mezcla tu arena de colores con la de los demás, pero nunca te quedes sin la tuya en el proceso.
Al final, lo que quedará de ti serán los colores dentro de ese frasco de cristal… y un poco más.
- Cuento de Marta para su sobrina Sol. Bolivia, 1885.
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