Bar Las Flores

—Lo de siempre, por favor —le digo a Julio.

Él ya sabe que todos los miércoles, después de mi clase de teatro, me siento afuera del Bar Las Flores a tomar una cerveza bien fría con una muzzarella y un fainá. Siempre lleva puesto un pantalón negro, una camisa blanca ya desteñida por la grasa de la cocina y un delantal que combina con el pantalón y sus zapatos.

—¡Facu! ¡Qué bueno verte! ¡Tanto tiempo! —le digo mientras nos abrazamos.

—¡Pá, salado! Un Fernet, Julio —grita Facundo entre que se sienta y levanta el brazo.

Alto y rubio como siempre, lleva puesto un buzo gris, pantalones deportivos azules y championes All-Star gastados por los años.

—Contame, ¿qué has hecho? ¿Qué es de tu vida? —le pregunto, ya con la cerveza en mano.

—Lo mismo de siempre, nada nuevo. Bah, me mudé.

—¿A dónde?

—Por acá cerca, vine caminando hasta acá.

—Ah, re bien.

—Pará, ¿te mudaste con María?

—Seguimos juntos, pero no daba para mudarnos juntos, así que me fui solo. Estamos bien, pero no sé —dice Facundo y agarra su vaso—. Lo estamos charlando, viendo si queremos compartir la misma casa. Ella es re prolija, yo soy un desbole y…

—Igual hace pila que están juntos. ¿Y con el trabajo? ¿Estás en el mismo lugar o cambiaste?

—Sí, sigo con el mismo jefe de siempre. Es un milico, boluda, me tiene podrido. ¿Vos?

—Yo sigo trabajando en el colegio y ya casi por terminar psicología.

Se acerca Julio.

—Acá tienen, gurises —dice a las apuradas mientras deja la orden y mira a otro cliente que lo llama a lo lejos.

—Gracias. ¿Cómo va todo por acá, Julio?

Sin responder, se dirige hacia la otra mesa.

—Sabés que estoy re copada, me metí en un proyecto de investigación con penitenciarios, con presos —le digo mientras pongo el fainá sobre la muzzarella recién salida del horno y le doy un mordisco—. Estoy enfocada en las mujeres presas. Es un viaje, es re fuerte todo eso y después tener que sentarme a leer e investigar sobre el tema y lo que se está haciendo acá en Uruguay.

—Debe ser re interesante ver las historias de esas mujeres y por qué llegan a hacer eso.

—Lo bueno es que puedo practicar los ejercicios que hacíamos nosotros en teatro con ellas.

—Ah, ¿sí?

—El otro día, ponele, hicimos el ejercicio donde una se paraba en el centro de una ronda con los ojos cerrados y todas alrededor le decíamos sus apodos. ¿Te acordás de ese?

—Sí, yo la viajé cuando nos tocó hacer eso.

—¡Cierto! —nos reímos al unísono.

—Aparte ese día estaba re mal y escuchar que todos ustedes me decían apodos que me decían de niño, mis padres, mis hermanos… la piré —recuerda Facundo y sigue tomando su Fernet.

—Pará, ¿y vos seguís por acá?

—Sí, en la casa de mis viejos. Pero están los dos retirados, así que están siempre en casa. Yo estoy pensando en irme cuando me reciba. Seguramente a Asia.

—¿Asia? ¿A qué país? Pará, ¿en serio?

—¡Sí! Es que ya viví en EE.UU. y en Canadá, entonces quiero ir a conocer el otro lado del mundo —respondo entre risas.

—No me acuerdo, ¿por qué fue que viviste en esos países? ¿A qué fuiste?

—Por el trabajo de mi padre.

—¿Qué hacía?

—Trabajaba en aviación —respondo, agarrando rápidamente un pedazo de pizza y llevándomelo a la boca.

—Ah, ¡qué copado! ¿En qué aerolínea?

—Lo mandaban de acá —digo mientras intento tragar.

Pausa.

—Es militar.

Silencio.

—¿En qué año nació?

Me han hecho esta pregunta mil veces y nunca sé cómo responderla.

Silencio.

Se acerca Julio, con la respiración entrecortada. Nos cuenta que ha tenido mucho trabajo, gracias a Dios, pero que no ha podido descansar en un mes.

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