Almas gemelas
Setiembre de 1986. Ella llegaba a aquel lugar donde se refugiaban los cubanos; una inmensidad totalmente desconocida y diferente en comparación con su ciudad natal. Acompañada de su familia, C. pisó tierras estadounidenses por primera vez.
Noviembre de 1996. Él partía rumbo al primer mundo, hacia aquella fascinante ciudad de M., sin saber que, entre esas calles, se encontraría con la persona que cambiaría su vida para siempre.
K. se llamaba el lugar que los juntaría.
Empezaron las clases.
Ella ya estaba acostumbrada al sistema norteamericano, sabía cómo funcionaban las cosas, cómo se manejaban entre las personas, tenía su grupo de amigos, era “una gringa más”.
Él, en cambio, no tenía idea de qué se trataba todo aquello. Todo era una novedad: los edificios, los autos, las casas, la gente, el idioma, la comida, incluso el sistema educativo. Tuvo que lidiar con todo eso para poder adaptarse. De a poco, mientras enfrentaba los obstáculos que la vida le ponía para crecer, fue encontrando su lugar. Así, más integrado en esa cultura, se abrió a conocer gente, a hacer amigos, a integrar un equipo de fútbol. Incluso, abrió su corazón para enamorarse de la futura madre de sus hijos.
Un día, pues, dos adolescentes de 17 años se conocieron.
La chica jugaba al voleibol con la camiseta número 23, que coincidía con la fecha de cumpleaños de él. Ella cumplía el 14, y ese era, casualmente, el número favorito del muchacho. Un 6 de enero se pusieron de novios y, desde entonces, nunca más se separaron. Error: nunca más se distanciaron.
Noviembre de 1998. Él tuvo que regresar a su país, mientras que ella permaneció en EE.UU. para continuar con sus estudios. Pero, como dicen por ahí, “el amor es más fuerte”.
Mantuvieron la relación a distancia más larga que he vivenciado: ocho años de amor separados por miles de kilómetros. A pesar de todo, lograron atravesar, saltar y tropezarse con todas las piedras del camino para, finalmente, reencontrarse. Noches en vela chateando, escribiéndose mails; pasaron por toda la era de las telecomunicaciones. Ellos sí pueden contar sobre los chats, MSN, Skype, SMS, llamadas de larga distancia y un largo etcétera. Expertos en el tema. Pero sin todo eso, su amor hubiera quedado en largas cartas escritas a mano, como en los viejos tiempos. Y no pongo en duda que habría funcionado igual.
Luego de tanto tiempo separados, viéndose dos o tres veces al año, él se graduó y decidieron casarse.
Octubre de 2007. Para sellar su inmenso amor, eligieron casarse en dos países: el de él y el de ella. Civil y fiesta en M.; iglesia y fiesta en Q.
Desde entonces, emprendieron juntos un nuevo camino, lejos, por primera vez en la misma ciudad. Solos ante un mundo (casi) desconocido, con muchas batallas por delante (unas más fáciles, otras no tanto). Pero lo único que los salvó, lo que los sostuvo y los hizo crecer para formar una familia llena de luz, fue su amor.
Noviembre de 2008. Nació un ángel en persona, A.
Un ser de luz que, con solo escuchar su risa, te llena el alma y te hace llorar. Una criatura tan hermosa que haría feliz a cualquier persona que estuviera con ella. Sí, esta fue su primera hija. No podía esperarse menos de un amor tan fuerte y hermoso. Evidentemente, nacería una niña pura, mágica y angelical.
Julio de 2012. Vino al mundo su segundo hijo, B.
Su nombre, de origen hebreo, representa la fuerza y la virtud. Es un príncipe azul, travieso, varonil, torpe, pero lleno de risas, dulzura y una sana picardía. Al igual que su hermana, es capaz de sacarte una sonrisa con una simple mirada de luz. Un hombrecito bañado en bendiciones.
Dos hijos, su casita, sus trabajos, naturaleza, amor… mucho, mucho amor.
Es lo único que necesita esta hermosa familia para seguir adelante, llenando de luz su entorno y haciéndolo vibrar con alegría.
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