Agosto
Agosto. Todo me ocurre en agosto. Era agosto de 2009 cuando escuché por primera vez un acento totalmente ajeno a mí, algo que no había oído antes, pero que sonaba como una melodía que no quería dejar de escuchar. No sabía si él era amigo de mis amigos o simplemente estaba en el mismo ómnibus que nosotros; por eso, me daba vergüenza mirarlo fijamente a los labios para (intentar) descifrar de dónde venía. Tenía el pelo negro como el ébano, la piel dorada por el sol, los ojos brillantes de tanto mirar las estrellas y unas manos que delataban sus habilidades de guitarrista. Su forma de caminar era única y su risa, contagiosa. Me llamó la atención su alegría. Ese día no logré descifrar su origen.
Dominicano. Era dominicano. Samuel.
En agosto de 2016, nos reencontramos en China. Tierra de lo desconocido, el punto más lejano de mi patria. Como dice un cantautor de folclore uruguayo: “Vengo de un sitio perdido en el sur, entre gallegos y tanos”. Uruguay y China tienen poco en común: caminamos diferente, nos apetecen sabores distintos y escuchamos estilos de música que no se parecen. Y ahí estaba yo, en Oriente, enamorada de un dominicano. Aprendiendo un poco de China y de República Dominicana a la vez, se me mezclaban las palabras. Hablaba con acento uruguayo, pero decía “¿Qué lo que?” y pedía chao fan para cenar.
A los pocos meses conocí a la dominicana que hoy me apoyaría para escribir esto: MT, su mamá. En el intento de conocerla y entender de dónde venía Samuel, le hacía muchas preguntas sobre la isla y su cultura, sobre sus colores y sus sabores, sobre su historia. Ella es historiadora. Mientras tanto, intentaba usar palabras coloquiales para demostrar mi conocimiento dominicano. Un día, paseando en un taxi, dije “¡Qué vaina!”, sugiriendo que algo me había frustrado. MT me miró y preguntó:
—¿En Uruguay utilizan la palabra vaina?
—No.
—Ah, porque esa no es una palabra muy buena.
Ahí entendí que el dominicano que estaba aprendiendo fuera de la isla, quizá, no era el más correcto.
Agosto de 2017.
"¿Cómo tú tá?", me recibió el oficial de migraciones en el aeropuerto de Santo Domingo.
"¿Cómo tú tá?", siempre dice Samuel.
Ya había pisado suelo dominicano anteriormente, pero esta vez iba a ser distinto: iba a recorrer la isla junto a un(os) (cuantos) quisqueyano(s).
En Dominicana se desayuna comida salada: mangú con queso, café sin leche y aguacate. Siempre hay aguacate. En Dominicana la gente no usa buzos ni abrigos, la gente siempre baila y todos te bendicen en cada saludo. En Dominicana hay colores, muchos colores: amarillo, rojo, naranja, verde, azul, violeta. No solo en el arte colgado en las casas o en las paredes de las tiendas, sino también en el cielo y en los paisajes. En Dominicana el mar es transparente, las montañas majestuosas están tapizadas por su frondosa vegetación verde y se respira un aire fresco que te purifica el cuerpo. A veces llueve a mitad del día, pero luego cesa y vuelve a salir el sol.
En cada rincón hay historia. Desde las cuevas donde se puede apreciar la escritura taína y los árboles antiguos que flotan en el agua, hasta la Ciudad Colonial, la Fortaleza Ozama y el Alcázar de Colón. Recorrí (parte de) la isla con una historiadora, lo que me dio el lujo de ver cómo, en cada rincón, hay un recordatorio de todos los intentos que ha tenido ese pueblo por ser independiente, por honrar su historia, por diferenciarse, por crecer y por ser feliz.
Lo que más le importa al dominicano es ser feliz.
Ser feliz, bailar y tomar ron.
Ah, y mientras hacen todo esto, que Dios los acompañe.
El dominicano es muy creyente, y eso es irrefutable.
Desde la ventana del auto, rumbo a Samaná, veía arbustos, montañas, carreteras angostas, casas de madera con techos de lata, arena blanca y un mar pintado de una amplia gama de tonos azules.
"Es la tierra más hermosa que ojos humanos jamás hayan visto", decía Colón.
Era agosto de 2020 y estábamos en medio de una pandemia cuando tuve que llenar un formulario para mi visado chino. Al recibir la hoja en mis manos, me encontré con que, al lado de mi nombre, decía:
"Ciudadanía: dominicana".
Así comprendí que, a partir de ese momento y por haberme casado con Samuel unos meses atrás, dejaba de ser solamente una uruguaya descendiente de italianos. Desde entonces, mi corazón se llenaba no solo de agua del río sureño, sino también de mar caribeño.
Fue ahí que me cuestioné:
"¿Qué es ser una mujer dominicana?"
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