Adela Beatriz
Camisa sin estampado, pollera floreada hasta las rodillas, pelo recogido en una colita. Beatriz iba todos los domingos a escuchar a su padre dar el culto en la iglesia. Sus ojos eran pequeños, color almendra; su piel, suave como una porcelana china; y su cabello, largo, de un marrón similar a la arena seca. Se llamaba Adela por su madre y Beatriz por su tía. En aquellos tiempos, era muy común honrar a los mayores de la familia dándole sus nombres a los recién nacidos, pero esta pequeña detestaba su primer nombre porque sonaba a viejo.
"Comé bien", "no te ensucies la ropa". Con menos de 10 años, era inquieta y tenía el afán de ser libre y jugar a lo que le placiera, pero su madre, como buena esposa de pastor, le exigía ser impecable. Le encantaba jugar a la lotería y a la pelota con su hermano mayor, Esteban, o con su vecina del barrio. También disfrutaba tomar litros inagotables de Coca-Cola que su padre traía del trabajo.
Siempre rodeada de perros, nació en Piedras Blancas, Montevideo. A los cuatro años, se mudó al departamento de Florida; a los ocho, volvió a Montevideo; y a los diez, se trasladó a Goes, calle donde vivió hasta que se casó. Por las tardes, su alegría era sentarse en la vereda a esperar los chocolates, caramelos y la gaseosa que le traía su padre.
A los 13 años comenzó la secundaria en el Liceo Miranda, del barrio La Comercial. Tenía amigas con las que compartía sus horas de clase y sus recreos en el barrio. A su edad, ya podía salir a la puerta de tarde, después de tomar la leche, y jugar con ellas.
A los 15, ya tenía una barra consolidada de amigos, todos los que vivían en el perímetro de su manzana. Juntos iban al Parque Rodó, caminaban, iban al cine o, simplemente, se juntaban a charlar. A dos cuadras vivía José Luis. En aquel momento, esa distancia era tal que parecía que él perteneciera a otro barrio. De a poco, José comenzó a integrarse con los muchachos del grupo y se unió a la barra de Beatriz.
—Ahí fue cuando lo ubiqué. Antes no lo registraba, ni del barrio ni del liceo. Con el tiempo, supe quién era porque era el único que no tenía novia y era churro.
La puerta de la casa siempre estaba abierta. Desde la entrada hasta el fondo había un corredor extenso, iluminado por una gran claraboya y matorrales de plantas. A la derecha del pasillo se encontraban diversos salones. El primer cuarto era el de los padres de Beatriz; luego venía el comedor formal; en la tercera puerta estaba el cuarto de los niños, seguido de la cocina y el comedor diario. Al final del pasillo, el baño.
El 7 de julio del 70, José, antes de irse a un casamiento, se paró en aquella entrada, vestido de traje, y, sin muchas palabras románticas ni un ramo de flores, le preguntó a Beatriz si quería ser su novia.
—Los amigos de la barra no tienen plata para hacerte un regalo y me pidieron que, por tu cumpleaños, te pidiera arreglo.
Todas las amigas de Beatriz ya tenían novio y ella no, así que su primer pensamiento fue aceptar la propuesta.
—No me acuerdo qué sentí, supongo que estaría contenta, pero creo que después me olvidé. No era algo que me esperaba.
Tras un beso en el cachete, José se marchó a su fiesta y, desde aquella noche, siguen juntos.
—Los amores de aquella época no eran como los de ahora. No me dejaban salir mucho —piensa en voz alta.
Por lo que no tenía muchas chances de salir con varones si no fuera por aquel regalo. A los 15 días de su cumpleaños, se volvieron a ver en una salida de la barra. A los siguientes 15 días, se vieron una vez más. Al principio no charlaban mucho ni se prestaban demasiada atención, siempre andaban en grupo. Cuando él iba llegando a la esquina, ella estaba por la mitad de la cuadra.
Vaquero azul, blusa de colores y zapatos cerrados negros. Así comenzó a vestirse ella cuando, después de seis meses, ya en verano, empezó a salir a solas con José.
Golpazos de puertas, ruidos de disparos, balas que volaban. Beatriz se encontraba en el salón de clase cuando la policía comenzó a gritar desde la calle, exigiendo que el profesor a cargo diera la cara. Él sacó su arma y comenzaron los tiros.
La sangre le corría a mil por las venas, la adrenalina la tenía altísima y los nervios de punta. Se tiró debajo del asiento y, con los ojos, buscó la forma de escapar. Con esa energía, salió por el patio trasero del IAVA y corrió diez cuadras a la velocidad de un coyote hasta llegar a su casa.
—Resulta que mi profesor era tupamaro y no sabíamos nada.
Corría el año 70 y había retomado el liceo de forma irregular: cuando la institución estaba ocupada por huelgas, Beatriz se iba a su casa; si había clase, se quedaba. Sin prestarle mucha atención al asunto por falta de interés en la política y los movimientos del momento, finalizó sus últimos años de secundaria.
Academia Aguirre, plaza deportiva, Biblioteca Nacional.
Ella sabía que José se estaba preparando para entrar a la EMA, pero, al no verse regularmente, poco comprendía qué significaba todo eso. Tampoco conocía a ningún militar que le sirviera de referencia. Llegó diciembre y él tuvo que dar los exámenes de ingreso.
—Yo no lo vi en todo el mes porque estaba estudiando. Un día vino y me dijo: "Entré a la escuela". Yo no sabía bien qué implicaba eso.
En febrero del 71, José comenzó su trayectoria en la EMA y, con ello, también empezaron las carreras de los otros compañeros del barrio, que ya estaban terminando preparatorio y a punto de comenzar sus estudios terciarios.
Por esa época, sus padres ya se habían divorciado y, a los 17, Beatriz tuvo que comenzar a trabajar mientras cursaba su tecnicatura en enfermería.
Con poco tiempo libre, se veían contadas veces al mes. Los compañeros de la EMA que no quedaban arrestados eran los encargados de enviarle las cartas a Beatriz, donde José le anunciaba que no saldría por 15 o 20 días. Así era como ella sabía que debía pedir libre en el trabajo para tomarse el 7E1 e ir a la escuela a visitarlo. Los meses que tenían suerte, se veían cada sábado.
Cuando salía de la escuela, José llegaba a su casa, se sacaba el uniforme y, de nochecita, la pasaba a buscar. El disfrute de la semana era pasear por la Avenida 18 de Julio hasta la Plaza Independencia, ida y vuelta.
En esas caminatas, José no le contaba mucho sobre su semana.
—No era de hablar. Yo no sabía lo que hacía ni qué comía. A veces me comentaba si tenía algún escrito o examen.
La única vez que Beatriz lo ayudó a estudiar fue un verano en el que José debía aprobar el curso de piloto. Con las cartillas de vuelo en mano, ella revisaba que él las recordara todas de memoria.
En febrero de 1976, se casaron.
Desde entonces, Beatriz comprendió el peso de estar casada con un militar.
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