5,898 kilómetros
A 300 kilómetros por hora iba el tren, pero parecía no moverse. A través de la ventana intentaba captar el movimiento fugaz, pero solo lograba visualizar las megaconstrucciones de los condominios chinos, que parecían surgir como gigantes de la tierra. Veía continuamente bloques de edificios idénticos, como si los constructores apretaran Ctrl + C y Ctrl + V para replicar cada torre y luego agruparlas en medio de los campos orientales.
Miraba tantas veces la hora que las manecillas del reloj parecían no moverse. Mi corazón latía rápido, tenía bastante calor y muchas ganas de ir al baño. Sentía la necesidad de caminar, pero no quería pararme del asiento varias veces para no perturbar a mi vecina. Ella miraba su celular, que reposaba sobre la mesa plegable del asiento delantero. Una pareja, vestida con ropa tradicional china, conversaba eufóricamente; un niño, sentado al borde de la vereda, lloraba (no sé por qué) mientras apoyaba su cabeza sobre sus rodillas. Luego, una joven se acercaba a consolarlo: mi vecina estaba mirando una telenovela china. Intenté verla junto a ella, sin éxito alguno. Intenté leer un libro, pero las palabras no tenían sentido por más que las leyera una y mil veces. Guardé el libro dentro de mi cartera. Miré el reloj. Habían pasado ocho minutos.
Me dirigía a Beijing para conocer a mi suegra. El caminar de las azafatas comenzaba a disminuir cuando una voz por el altoparlante anunció en mandarín y luego en inglés que estábamos llegando a nuestro destino final: “No olviden recoger todas sus pertenencias y alístense para salir del vagón”. Con la mochila al hombro y un carry-on en la mano, caminé con pasos cortos y acelerados hacia la fila de los taxis. Una, dos, tres... dieciocho personas delante de mí. Las agujas del reloj volvían a paralizarse.
"¿Qué le digo?"
"¿Qué estarán haciendo?"
"Llego al hotel, dejo las cosas y me voy."
"¿Será que ya llegaron?"
Mientras diecisiete personas abordaban sus respectivos taxis, mi mente no dejaba de girar.
—Ya llegué, estoy de camino —le dije por teléfono a Samuel mientras intentaba subirme al vehículo sin perturbar el ritmo de la fila que dejaba atrás.
—¡Ay, Dios mío! Espéranos en el hotel, que ya vamos para allá.
Sentada a los pies de la cama, miraba mi celular sin ningún propósito cuando, de repente, sentí un golpe en la puerta. Me apresuré a pararme y caminé lentamente hacia la entrada. Ahí estaban. A él le brillaban los ojos por la alegría que corría en su interior; MT me miraba cómplice. Sin pensarlo, la abracé. Mis manos tocaban mis codos y mis rodillas se flexionaban. Tras unos segundos, los invité a pasar a la habitación, como si esta hubiese sido mi residencia de toda la vida y el gran banquete ya estuviese servido.
Una vez por semana van a la peluquería para arreglarse el pelo, las manos y los pies. Las dominicanas son muy coquetas. Cuando MT se levanta, se baña y, antes de bajar a desayunar, se maquilla y prepara su cartera. Para salir a pasear por Beijing como un buen extranjero —que no vive ahí— necesitas dinero en efectivo, el celular (aunque no tengas datos y debas pedir la contraseña del WiFi en todos lados) y la tarjeta para abrir la habitación del hotel al regreso de un largo día de paseo. MT siempre llevaba estas tres cosas en su pequeña cartera, cruzada sobre el pecho. Zapatillas deportivas, jeans y una camisa de manga larga. Las caribeñas usan blusas de manga larga incluso cuando es verano en el sur. Para ellas, 25°C es invierno, y solo exclaman “¡qué calor!” si la temperatura sobrepasa los 35°C.
Chanel N° 19, la acidez y el olor a vainilla me remiten a ella desde aquella tarde en el hotel. Un perfume que quedó impregnado en mí desde aquel abrazo.
Hay olores que nos llevan a un lugar y a un momento. Hay perfumes que sellan encuentros. Hay palabras que repetimos para recordar u honrar a alguien.
"Naturalmente", respondería MT.
Casi veinte libros llevan su nombre, y quien la conoce sabe que fueron escritos por ella con solo prestarle atención a su dicción. No solo escribe prosas bellísimas, sino que también cada palabra dicha es justificada y sus tonos, correspondidos.
"Había una vez. Siempre hay una vez", así comienzan muchas de sus historias.
Caminando por los alrededores de los grandes lagos de Beijing, nos encontramos con un grupo de mujeres bailando al compás de la música local. A los pocos segundos, MT se había sumado a la danza con la cadencia propia de una caribeña.
Vivir siempre en verano y rodeados de mar les regala a sus oriundos danza, alegría y relajación. Crecer en un país católico les ofrece orden, rigurosidad e intención. Cuando hablamos sobre las acciones humanas y sus interacciones, MT suele enfatizar que en la vida hay cosas que están bien y hay otras que, simplemente, no se hacen. Las dominicanas parecen habitar entre la estructura y el sazón.
"Tá", diría un uruguayo mientras verifica una lista, cuando hace una afirmación o cuando quiere enfatizar una pregunta.
"Tá", responde MT cuando le confirmo que la esperaré afuera de la habitación para irnos a pasear.
También me contesta "¿viste?", "¡´perá!" y pronuncia fuertemente las Y y la doble LL.
Para asentir un deseo o una intención, el uruguayo respondería diciendo "ojalá", MT diría "amén".
"Esta noche tenemos una cita" o "juntémonos para un cafecito hablado" es una de las formas más lindas de invitarte a charlar.
Muchos cafés hemos tomado mientras conversamos sobre lo que significa ser madre, ser mujer y ser humano. Sobre la educación, la sociedad y la historia. Sobre las monarquías y las distancias geográficas.
13,906 kilómetros separan China de República Dominicana. 5,898 hay entre República Dominicana y Uruguay.
Todos esos kilómetros tuvimos que recorrer para encontrarnos.
Todo eso aún nos falta para conocernos.
Había una vez. Siempre hay una vez.
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