3.3.2015
Me llamo Ángela y, como tú, tengo miedo. Miedo a perderme, miedo a perderte. Miedo a equivocarme, miedo a no ser suficiente. Miedo a irme y miedo a volver.
Pero también tengo mucha fuerza. Tengo gente a mi alrededor que me ayuda a seguir adelante. Tengo un amor propio que cada día crece más y me da el coraje para agarrar fuertemente de la mano a la Vida y decirle que sí, que quiero caminarla, volarla, correrla, gatearla.
Sábado, 20 de abril de 1963.
La guerra entre los países había terminado, pero quedaba una guerra entre nosotros, entre cada uno de los seres humanos que habíamos sobrevivido.
Cuando todo comenzó, yo era una joven que apenas empezaba a descubrir el mundo. Aprendía a leer palabras universitarias, a vestirme para atraer a otros jóvenes de mi edad, a entender las normas sociales de los adultos. Observaba cada paso de los profesores más admirados, escuchaba cada palabra que mis padres tenían para mí y susurraba al cielo que me cuidara y me ayudara a crecer con la mayor de las suertes.
Pero luego me convirtieron en una joven a la que las cámaras de gas le arrebataron a sus padres y a toda su familia. Me volví una chica que miraba al cielo, pero ya no para pedir su protección, sino para rogar que cuidara a mis seres queridos y les diera el coraje para luchar contra los enemigos. Me transformé en una joven que odió con todas sus fuerzas y que deseó el mal como nunca lo hubiera imaginado.
No hubo un solo día de aquella guerra en el que no deseara que el enemigo muriera. Que sus oídos explotaran de tanta maldad que tenían en su cerebro. Que se les hinchara el corazón de odio y les sangrara hasta dejarlos sin aliento. Que el veneno de sus ojos los consumiera y lo tragaran. Que sus pies se clavaran en las semillas de la deshonra, la humillación, el asco, la cobardía, el miedo (escondido), el falso poder…
Les deseé la muerte tanto como me la deseé a mí misma. Rezaba para que aquello terminara, para que terminara con ellos enterrados bajo el suelo congelado y cubierto de nieve.
Fantaseaba con ver a mi familia salir con vida de aquellos gigantes campos “de trabajo”, caminando, sonrientes, con un millón de anécdotas para transmitir de generación en generación. Pero eso no sucedió. No los volví a ver. No pude darles un último abrazo. No logré besarlos por última vez. Nadie me brindó la oportunidad de escuchar sus últimas palabras, ni me dejaron decirles las dos palabras que repetí hasta los últimos días de mi vida: te esperaré.
Cuando la guerra terminó, volví a lo que luego fue mi casa. Un lugar desconocido para mí donde, en principio, me decían que estaría a salvo. Y así fue. Nadie más quiso lastimarme ahí. Ya lo habían hecho demasiado.
Entré en aquel minúsculo lugar y mis manos comenzaron a temblar. Mi cuerpo se congeló, se me cortó la voz. Mi piel se erizó y mis ojos se llenaron de lágrimas. No sabía si era por la felicidad de sentirme protegida después de tanto tiempo, o por la soledad en la que me encontraba.
Pasé cinco meses sin hablar. Guardé silencio tanto tiempo que olvidé cómo sonaba mi voz cuando estaba enojada, cuando estaba feliz, cuando estaba resfriada, cuando me reía o cuando tenía dolor de panza. Ignoré a cualquier persona que tocara el timbre. Nadie entró a aquel lugar.
Conseguía comida una vez por semana yendo a la feria con un papel donde anotaba todo lo que necesitaba. Se lo mostraba a cada vendedor y ellos me entregaban la bolsa tras realizar mi pago. No hablé con nadie.
Por aquel entonces, me sentía desnuda, como si mi piel se estuviera cayendo y yo intentara pegármela con saliva. Sentía que todo era irremediable. Rogaba cada mañana, tarde y noche que mi piel, mis huesos, mis sesos, mis vísceras y todos mis órganos se derritieran, para dejar de sufrir. No lograba mantenerme en pie dentro de mi propia casa.
Era inconcebible vivir así. Me ahogaba con mi propia respiración, con mi mismo aliento.
Con los años, logré comunicarme con algunas personas: los mercantes de la feria, el doctor del barrio, la costurera, la vecina de enfrente.
Un 20 de abril me llegó una carta. Nunca recibía correspondencia. No tenía familia en la Tierra que pudiera escribirme.
Remitente: tu sobrina.
País: Italia.
Era inconcebible. Mi familia había muerto, toda.
Con las manos sudadas y los ojos abiertos como un cadáver en una clase de anatomía, tomé la carta con ambas manos y procuré abrirla. Pero algo me detuvo. La dejé sobre la mesa. El miedo era más fuerte que yo.
Durante quince días, la carta quedó intacta, acumulando polvo sobre la madera del estar.
Volvió a sonar la puerta. Era el cartero, preguntándome si deseaba enviar alguna carta como respuesta, ya que (sin yo haberme percatado) la misiva decía “RSVP - urgente”. Con un gesto sutil, le expliqué que aún no la había abierto, que me disculpara por la demora, pero que el emisor debía seguir esperando.
Apenas cerré la puerta, corrí al comedor y me quedé mirando el sobre por unos segundos.
El impulso que recorría mi sangre y mis manos fue más fuerte. Lo abrí y comencé a leer, palabra por palabra, mientras gotas enormes de emoción, alegría, cuestionamiento, enojo e intriga se deslizaban por mi piel.
Una vez, en un día de invierno, de esos en los que el frío te congela el pelo y las pestañas, en los que los labios quedan completamente morados y cuesta caminar y exhalar, perdí a mi sobrina Marina.
Ella me soltó la mano para ver qué sucedía detrás de un muro de madera que lindaba con un gueto. Cuando me di vuelta para buscarla, la perdí de vista para siempre.
Comencé a leer aquella carta escrita a mano.
Una letra tan hermosa y curva que me hacía lagrimear.
Nos habíamos reencontrado.
Con ella.
Sí, con ella.
Yo. Ella.
Yo y ella.
Nos volvíamos a hablar.
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